Sr. don Benjamín Roca M.
Lima
Confidencial
Mí querido Benjamín:
Quiero que esta carta sea confidencial. Para usted nada más. Sólo así podré expresarle sin reservas mi pensamiento, como pienso hacerlo. Debí haberla escrito hace ya varios días; pero el temor de la censura me ha contenido. Hoy aprovecho del viaje de una persona conocida. Trataré de ser breve, porque el mensajero parte a mediodía.
He pasado algunas semanas desagradables, de tensa desorientación. Comprendo que el haber publicado mi mensaje contrariando la opinión y la advertencia de muchos de mis mejores amigos (debido a una discrepancia conceptual que para mí era, además, un ‘caso de conciencia’); tenía que crearnos cierta situación embarazosa. Pero también pensé que este episodio no podía afectar en nada nuestra estrecha vinculación espiritual, nuestro común fervor peruanista ni nuestra estimación amistosa; y que, por consiguiente, a la hora en que se tratara de defenderme —no ya en cuanto a la orientación del mensaje sino en cuanto a mi línea de gobierno o a mi conducta personal— todos ellos o, en su nombre, los más caracterizados saldrían a mi defensa.
Estoy seguro de que, en efecto, nuestra relación personal, nuestra amistad profunda no han sufrido en lo menor. Pero le confieso, Benjamín, que he echado de menos esa tan grata y consoladora sensación de compañía en los momentos amargos en que el odio político y la pequeñez humana se han cebado contra mí so pretexto de mi mensaje. Me he sentido abrumadoramente solo.
Mi mensaje ha merecido réplicas de todas clases: oficiales y partidaristas. Pero expresiones de reconocimiento de su finalidad patriótica (fíjese usted que no digo de aprobación de su contenido) no he recibido ninguna de parte de mis amigos, excepción hecha de los cables de usted y Enrique. Son elementos extraños, como ‘Caretas’, como Barboza, los que han glosado con elogio. Usted me anunció confidencialmente que se preparaba la firma de un cable de felicitación que contenía una segunda parte, alusiva a la conveniencia de mi vuelta al Perú. Yo le objeté únicamente esa segunda parte, porque me pareció que su contexto se prestaba a interpretaciones y porque me parecía mejor que, llegado el caso, fuese yo quien anunciara mi decisión de volver. Pero ningún reparo puse a la primera parte. Jamás he demandado una felicitación para mí; pero la que generosamente se me anunciaba, me pareció natural y aún necesaria para remarcar escuetamente los móviles altos que habían inspirado el documento y también para exteriorizar la cohesión de nuestro grupo. Por fas o por nefas, el cable o mensaje postal no ha llegado a hacerse. Tal vez por dificultades para recolectar firmas... A estas alturas, dos meses después del mensaje, el darle curso resultaría francamente fiambre. Consecuencia política de este episodio: sensación en el público sobre la soledad de Bustamante o sobre la debilidad temerosa de sus amigos.
Sobreviene la refutación oficial de Faura en la Cámara. Allí no se trataba ya de discutir aspectos ideológicos del mensaje. Ni de enjuiciar su oportunidad o inoportunidad política. Se trataba de no permitir que quedaran en pie cargos innobles o falsos contra mi gobierno, contra mi línea; gobierno y línea en los cuales habían sido colaboradores míos veinte o más ministros, a los cuales tocaban también los ataques del diputado odriísta. Era obvio esperar una reacción de algunos de esos ministros, de algún representante suyo, de alguien que sacara la cara en defensa del prestigio de nuestro gobierno. Pero nada: silencio.
La policía se incauta de casi toda la edición del folleto de mi mensaje. Es Bedoya, solo, quien sale al frente. Posiblemente hubo una delegación de mis amigos; pero la carta al Director de Gobierno no lo dice. Y ahí sí que se dejó escapar de las manos una oportunidad única para poner en descubierto al gobierno, para redactar un documento de altura y de tremenda repercusión política. Porque se trataba de defender la ley de imprenta (no de defender un mensaje con cuyos términos podía o no estarse de acuerdo). Mil veces se ha dado el caso en Lima que cuando un periódico enemigo o izquierdista ha sido suspendido o clausurado, o cuando se ha deportado a uno de sus directores. La Prensa y El Comercio han protestado. Yo creo que una protesta con 100 firmas, o con 50 firmas, de amigos míos connotados, denunciando simplemente el ataque a la libertad de imprenta (sin pronunciarse sobre el mensaje mismo), no sólo procedía desde el punto de vista amistoso y de solidaridad espiritual, sino que hubiera levantado roncha en el ambiente político y habría dado una tónica de vigor y de entereza, sin el menor asomo de peligro de represalias gubernamentales, porque ni Odría ni Esparza se habrían atrevido a hacer nada. Nada le hicieron a Bedoya.
Y luego viene la carta de Thorndike: villana, artera, solapada, pretendiendo desfogar por el canal de la palabra de un “simple ciudadano peruano” todo el veneno del pradismo. Silencio también. Y eso, pese que allí no sólo se combaten algunas de las ideas programáticas de mi mensaje: sino que se me ataca personalmente, se me llama protervo y demagogo, se me acusa de insultar al pueblo y se falsea a ojos vistas el sentido de muchos de los pasajes de mi documento. Yo creía que en este caso salir al frente por parte de mis amigos era un deber: porque ellos saben que soy limpio; que lo que menos tengo es ser demagogo; porque ellos podían descubrir por sí mismos el falseamiento que se hacía de mis frases y, por tanto, la calumnia de que se me hacía víctima. Además, en este caso no se corría el riesgo de chocarse con el gobierno, porque no se iba a refutar al gobierno, sino a un pobre señor a quien se ha escogido como vocero de un grupo político enemigo o quien desea ganar indulgencias de ese mismo grupo. Sin embargo, yo me equivoqué. Yo estaba equivocado al esperar esa reacción de mis amigos; y tuve que escribir por mí mismo, venciendo mi depresión, una carta de refutación a Thorndike... A propósito, le he mandado a usted esa carta por dos conductos. Es indispensable que Caretas la publique.
¿Se ha puesto usted a pensar, Benjamín, en lo que sucedería si yo sólo tuviese que hacer frente, día a día, a toda esa clase de ataques? ¿No acabaría por sentirme abrumado, y hasta materialmente inhabilitado de hacerlo por falta de tiempo? ¿Y ha pensado usted en cómo me gastaría si tuviese que publicar bajo mi firma una carta por semana para rechazar ataques o rectificar tergiversaciones? Ante esta realidad, llego a pensar que lo mejor del mundo es enmudecer: no volver a ocuparse de nada; dejar que el país siga su rumbo...
Pero no puedo conformarme con esa solución, que no es solución. La conciencia la rechaza. Y por eso quiero agregarle en esta carta sólo dos cosas más.
Me pide usted en su último memo que le diga íntima y francamente si en realidad yo deseo actuar en la política o si prefiero ya retirarme —después de haber cumplido mi deber— a gozar de la amable tranquilidad de mi hogar y mis libros. Mi respuesta es ésta: usted sabe como el que más que nunca he tenido inclinación política; que no tengo ambición política. Pero creo que admitirá usted que por obra de la realidad de la vida, por lo que he sido en mi país, por las doctrinas que he predicado, por el ascendiente moral que acaso pueda tener, yo tengo responsabilidades y deberes políticos. Sobre todo con la juventud. Y aunque me sería mucho más cómodo y estaría más en consonancia con mi temperamento (que se asquea ante la intriga y la falsedad de la política) el dar un puntapié a esta última y dedicarme egoístamente a lo mío, no haré tal y estaré siempre dispuesto a trabajar —ciertamente con sacrificio— porque el Perú sea, al fin, un país decente y organizado, si realmente me convenzo de que una intervención mía ha de ser útil y, sobre todo, ha de ser circundada en forma que ofrezca expectativas de éxito. Al hablarle así me refiero a la posible organización de un movimiento juvenil que llegue a ser con el tiempo la base de un gran partido democrático de franca tendencia social, y que en el momento actual esté decidido a intervenir en el proceso de las elecciones. Estas consideraciones me llevan a tocar un punto sobre el cual en pocos días les escribiré una carta más extensa a usted y á todos mis amigos, pero que desde ahora quiero anticiparle: hay que ampliar nuestro grupo, incorporando a él a ese elemento joven que es conocidamente adicto a mí y que con motivo de mi mensaje ha reiterado su adhesión y su entusiasmo. Desgraciadamente, en todos estos años no ha habido contacto estrecho ni constante entre mis amigos caracterizados o maduros y esos elementos jóvenes. Ese contacto, hay que buscarlo a través de una o dos personas muy nuestras que tengan conexiones con las universidades, los profesionales nuevos, ciertos sindicatos, etc. Luis Bedoya es, a mi juicio, el hombre mandado hacer para ello. ¿Se da usted cuenta ahora, Benjamín, de cuánta razón tenía yo al predicar, desde que salí del Perú, sobre la necesidad de formar los “seminarios de investigación y estudio” que mantuviera viva la llama de nuestros ideales políticos y prepararan, a la vez, un precioso acervo de datos y conocimientos sobre la realidad peruana, que ahora nos serían tan útiles? Hoy tendríamos ya prácticamente formado un partido: con elementos jóvenes preparados y con un programa económico-social en función de nuestra propia realidad nacional.
El otro punto es el relativo a mi regreso al país, de que me habla su último memorándum. De más está decirle que ese paso dependería en mucho de la solución que tenga el asunto de que trato en el párrafo anterior. Si mi presencia es necesaria para algo positivo, allí estaré. Si no hay probabilidades de una cosa seria, grande y decidida, usted comprenderá que no me es grato compartir el techo nacional con quien me echó fuera de la casa. Ustedes leerán mi carta, me informarán ampliamente en su respuesta, y con esos elementos decidiré. Por lo pronto, quiero hacerles notar a usted y los 13 buenos amigos que han conversado al respecto, que no hay que olvidar dos detalles: a) que el editorial de La Nación atribuye al mensaje de Odría un alcance mucho más amplio que el que sus palabras textuales tienen en el mensaje referido. Falta saber si La Nación da a esas palabras su verdadera interpretación o, según yo lo creo, otra mucho más amplia y acaso no aprobada por Odría, b) que mi caso no es el mismo del de los deportados corrientes a quienes se aplicó la Ley de Seguridad; porque yo he salido, no en aplicación de esa ley, sino antes de que ella existiese, por dictado personal exclusivo del caudillo militar de la revuelta y antes aún de estar constituido un gobierno de facto. Con todo, comprendo que hay razones importantes que harían aconsejable el hacer pública mi voluntad de volver al Perú, sea o no aceptada por el gobierno esa decisión mía; y por eso les agradeceré me envíen, inmediatamente que se produzcan, los datos sobre cualquiera medida que adopte el gobierno sobre otros deportados políticos, no apristas y apristas.
Perdone usted, Benjamín, que haya sido tan largo y sobre todo tan crudo. Pero no me habría quedado tranquilo callándole lo que pienso y siento. Estimo que tanto para evitar resentimientos e incomprensiones que a nada conducirían, no es conveniente extender el conocimiento de lo que aquí le digo a nuestros demás amigos; pero sí es conveniente que usted lo sepa, para que si vuelve a presentarse el caso, usted pueda orientarlos con su consejo y sus reflexiones. Espero, como le he dicho, mandarle en estos días una carta colectiva extensa. Mándeme una dirección postal segura. Mil afectos a todos los suyos y un abrazo para usted.
J. L. Bustamante.
P.D. Hoy le escribo a Bedoya para que reclame ante la Dir. de Gbno., la devolución de los folletos incautados, en vista de la afirmación que Odría hace en su mensaje de que hay completa libertad de prensa. Es un tanteo, para evitar el nuevo fiasco de otra incautación de la segunda edición proyectada. No hay que precipitarse.
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